El abuso sexual infantil es una realidad brutal que atraviesa silenciosamente a miles de infancias todos los días, en todos los contextos, en todos los niveles socioeconómicos, y con mayor frecuencia de la que quisiéramos aceptar. En México, 6 de cada 10 niñas, niños y adolescentes han sufrido algún tipo de violencia sexual, según datos de la Red por los Derechos de la Infancia (REDIM). A diario se denuncian más de 50 casos en el país, pero esa es solo la punta del iceberg: el INEGI estima que cerca del 90% de los casos de abuso sexual infantil nunca se denuncian. Eso significa que la gran mayoría ocurre en silencio. Silencio que nadie nombra. Silencio que se instala, crece y se transmite de generación en generación.

Y no, la mayoría de los agresores no son extraños. No es “el señor malvado del parque”. No es el estereotipo de peligro al que nos han enseñado a temer. En más del 70% de los casos, el abuso ocurre dentro del entorno familiar o cercano. Primos, abuelos, padres, padrastros, hermanos, tíos, maestros, entrenadores. Gente que las niñas y los niños conocen, a quienes quieren, en quienes confían. Eso vuelve todo más complejo, más confuso, más doloroso. Porque a muchas infancias no solo les arrebatan el derecho a la seguridad corporal, sino también la confianza en el amor.

Durante muchos años, yo también pensé que lo que viví no tenía nombre. Que no valía la pena contarlo. Que tal vez lo había soñado, exagerado o malinterpretado. Esa es otra de las consecuencias del abuso: nos deja llenas de dudas, no solo sobre lo que pasó, sino sobre nosotras mismas. Nos hace desconfiar de nuestra memoria, de nuestro cuerpo, de nuestra voz. Se nos educa para obedecer, para no incomodar, para no hacer preguntas difíciles. Y así, el silencio gana.

Pero, si somos afortunadas, llega un momento en que nos cansamos de guardar silencio. De proteger a otros a costa de nosotras mismas. De sostener la versión oficial de una sociedad que nos exige ocultar. Por eso hoy escribo esto. Porque callar nunca me protegió. Porque si no rompemos este silencio ahora, ¿cuántas infancias más van a cargar con lo que no les toca?

Hablar de abuso sexual infantil no es fácil. Nadie nos enseña cómo hacerlo. A veces creemos que por nombrarlo vamos a asustar a las niñas y niños, o que es demasiado temprano, o que mejor esperemos a que tengan “más edad”. Pero la prevención no puede esperar. No se trata de hablar con crudeza ni de imponer miedo, sino de brindar información con amor, con respeto, con lenguaje claro. Las infancias no son frágiles por naturaleza. Lo que las vuelve vulnerables es el aislamiento, la ignorancia y la falta de escucha.

Prevenir el abuso sexual infantil es hablar desde los primeros años sobre el cuerpo, el consentimiento y los límites. Es enseñar que sus partes íntimas se llaman por su nombre —vulva, pene, ano—, no con apodos que disimulan o infantilizan. Es decirles que su cuerpo es suyo, y que tienen derecho a decir NO. Que no deben guardar secretos con nadie, que pueden contar todo lo que les incomode, y que nunca serán culpables de lo que alguien más les haga. Prevenir también es formar personas adultas capaces de escuchar sin juzgar y de creer sin poner en duda.

Porque sí, muchas veces las infancias sí hablan; aunque no siempre lo hacen en forma de palabras, sino de síntomas como: mojar o ensuciar la cama cuando ya no lo hacían, pesadillas, cambios drásticos en el comportamiento, ansiedad o miedo excesivo, entre muchas otras manifestaciones que sus cuerpos utilizan para gritar lo que pasó. Pero no se les cree. Se les ignora, se les calla, se les regaña. A veces, incluso quienes sí creen, no saben qué hacer. Y la oportunidad de reparar se pierde otra vez.

Y si ya pasó, si una niña o niño ya ha vivido abuso, lo urgente es acompañar sin violencia, sin presión, sin juicio. Brindarles contención psicológica, romper el silencio de forma segura, y recordarles cada día, si es necesario, que no fue su culpa. Que lo que pasó no define su valor, ni su futuro, ni su capacidad de amar y ser amado.

Yo no tuve esa información cuando la necesitaba. Y aunque me dolió mucho, hoy puedo transformar ese vacío en algo útil. Hablar para que otras infancias tengan herramientas. Para que otras personas adultas sepan qué hacer, qué decir, cómo romper patrones. Para que, algún día, el abuso deje de ser una historia que se repite en tantas vidas.

Este no es un tema privado. No es “algo que se queda en casa”. Es un problema estructural, social, cultural. Y como sociedad, tenemos la responsabilidad de nombrarlo. Porque lo que se nombra se puede sanar. Lo que se nombra se puede prevenir.

Hoy, después de muchísimo esfuerzo y dolor, pude construirme una voz. Hoy por fin tengo palabras. Y sobre todo, tengo la certeza de que la información salva vidas.

Por eso escribo esto. Porque creo profundamente que si una sola persona lee este texto y decide dejar de voltear hacia otro lado cuando hablamos de la importancia de la prevención del abuso sexual infantil… entonces todo habrá valido la pena.

Porque al final, lo más importante no es lo que callamos.
Es lo que decidimos transformar con lo que una vez nos dolió.

-Tere

2 comentarios

  1. Excelente Tere, es un alivio, una gran alegría poder escucharte a través de lo que escribes. Gracias por no quedarte callada.

Responder a Tetera Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *