Creo que uno de los errores más grandes que he cometido en mi vida fue pensar que el arte era algo inalcanzable que jamás iba a lograr comprender. Porque crecí pensando que el arte era justo eso, algo imposible para los mundanos como yo: una utopía. Y es que en éste mundo distópico, supongo que no es tan extraño haber mitificado el arte.
Pero si el arte no es inconquistable… ¿qué es?
El problema de intentar definir el arte es que, cuando pensamos en ella, por lo general lo que viene a nuestra mente es una pintura o bien un museo; lugar que, de alguna manera, contemplamos como un espacio sagrado, donde las obras nos son mostradas únicamente para que como público las observemos y nos acerquemos a ellas con reverencia.
Sin embargo, el arte es algo (por el contrario de lo que muchos creen) más cotidiano y cercano. ¿Por qué? Pues porque está en casi cualquier rincón que se nos ocurra mirar: la arquitectura de las casas y edificios, la ropa que usamos, la música que escuchamos, los libros que leemos y hasta en los objetos que nos rodean. Siempre está con nosotros, tomándonos de la mano y mostrándonos los alcances de la imaginación y creatividad humana.
Yo no sabía cuando tenía 12 años que aquellas historias de magos y criaturas fantásticas que me regalaban tantos sueños y que me llevaron a conocer otros universos, eran arte. Tampoco sabía que la música que escuchaba era arte a los 15 años, la primera vez que escuché Fearless, de Taylor Swift y cada palabra en el idioma en ese entonces casi desconocido, se me quedó grabada en la piel hasta el día de hoy. No tenía idea de que era arte cada poema que me aprendí la primera vez que me enamoré, ni todos con los que lloré cuando ese primer amor rompió mi corazón. Desconocía que aquellos fanfics que me gustaba escribir eran también una forma de arte. Mis pinturas, mis cuentos, mis suéteres tejidos a mano, mis chamarras pintadas con acrílico, mis ilustraciones que hacía en clases e incluso me atrevería a decir que mis mil colores en el cabello.
La primera vez que fui consciente de que una obra de arte, en toda la extensión de la palabra, me había movido algo, fue la primera vez que vi a mi girasol cósmico. Estaba comenzando mi último semestre de Biología en un país lejano a casa. Recuerdo haberme bajado del autobús el primer día que pisé la UCR, caminé derechito por toda la calle de la amargura (ahora que la menciono, también es arte, con sus montones de bares de todos los colores, repletos de estudiantes y magia), llegué a la última calle y esos segundos los tengo grabados como si fueran la escena de una película: mi mirada que estaba puesta en mis converse negros se desvió hacia las luces del semáforo las cuales estaban de color rojo, con consternación miré hacia enfrente y juro que esos segundos que me tardé en llevar mi mirada desde el rojo hacia la explosión de colores que me quitó el aliento fueron mis últimos segundos de ansiedad, pues en cuanto mi vista se posó en la flor gigante que parecía abrazar al edificio que tenía enfrente fue como si aquél cosmos policromático exprimiera cada pensamiento intrusivo de esos que me han acompañado desde que tengo memoria. De repente solamente existíamos el girasol cósmico y yo. Algo inundó mi pecho, como una brisa de aire, el aire más puro que ha llenado mis pulmones. Mis oídos dejaron de escuchar la música que mis audífonos reproducían para evitar quedarme sola con mis pensamientos. Mis ojos escanearon cada esquina del gran mural, sin poder creer que era real. Mi cerebro se llenó de flores de todos los colores y tamaños. Mis dedos rozaban con suavidad la mezclilla de mi falda mientras la orquesta de sentidos estallaba en mi cuerpo. Y entonces lo entendí, eso era el arte (o al menos en eso momento). Esa explosión, ese reconocimiento, esa certeza.
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