Caminaba mientras sus ojos se paseaban por el suelo sucio de la ciudad y sentía que flotaba. Era un día triste de esos que llegan sin avisar. Hasta que lo vio. Debajo de él había un gran círculo amarillo pintado con gis. Era un simple trazo circular con un par de ojos y una sonrisa medio chueca que parecía decirle: ¡Sonríe! Ya pasará. Quizás fue el vibrante color que iluminó no sólo su rostro, sino la ciudad entera o tal vez fue consecuencia de que aquél dibujo no decía nada. Estaba casi seguro que de haber dicho en letras mayúsculas y rojas aquellas palabras de aliento que casi logró escuchar al verlo, hubiera pensado: ¡Qué tontería! Y habría continuado con su camino. Sacó su celular y le tomó una foto. Sonrío al darse cuenta de que daba la apariencia de ser una foto de aquellas que se solían subir a MetroFlog. Un par de converse negros junto a una carita feliz dibujada en el suelo. Se sintió diez años más joven y se preguntó quién sería el autor de aquella obra.

Pensó primero en una abundante melena rubia, labios carnosos, ojos verdes… y frenó. No, rubia seguro no. Quizás castaña, alta, con la mirada tan profunda como el mar cuando está de malas. Pero… no. Tal vez llevaba el cabello corto pintado de colores extravagantes y usaba una de esas cadenitas que se cuelgan en la cintura junto con una cangurera en donde guardaba sus gises que la convertían en el hada de los pigmentos. Su mente siguió haciendo combinaciones de pieles, estaturas, complexiones. Le dio ojos de todos los colores que pudo imaginar, vio sus uñas cortas, largas, holográficas y hasta mordidas y llenas de mugre. Su cabello pasó por todo el código numérico de tonos. Fue largo, le llegó a los hombros e incluso la hizo calva y con brillantina multicolor pegada al cráneo. Decidió peinar las calles cercanas en búsqueda de más arte creada por los gises de su hada. Después de un largo rato de no encontrar ni un rastro de tiza comenzó a imaginarse a la persona sin rostro más bella del planeta entrando a una cafetería, a una librería, a un vivero. La visualizó paseando a un perro chihuahua, a un pastor alemán, a un xoloescuincle. La vio riendo sentada en la banca de una heladería. Y no descartó el escenario de la joven tomada de la mano de algún muchacho apuesto y lleno de tatuajes. Fue hasta que la tarde se tornó de un color naranja rosáceo que se dio cuenta de que llevaba más de cinco horas caminando sin rumbo fijo queriendo forzar al destino. Dio un largo suspiro, regresó su mirada al suelo y siguió su camino derecho hacia su casa. 

Nunca se enteró de que doblando la calle, junto a una verdulería que estaba cerrando, un señor que usaba una boina sucia, ropa haraposa, zapatos llenos de agujeros y notablemente más grandes que su talla, sostenía con la mano derecha una caja con gises de colores que se había encontrado tirada unos días antes, mientras con la mano izquierda dibujaba una flor roja en la pared.

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