Estaría mintiendo si dijera que soy una de esas mujeres que “toda su vida soñó con ser mamá”; quizás eso se deba a que, en realidad, la mayor parte de mi vida lo único que anhelaba era sobrevivir. Pero aunque eso no lo voy a saber nunca, ya no me preocupa. Los últimos 5 años los he dedicado completamente a sanar, a recuperarme, a construirme y a intentar encontrarle un sentido a todo el dolor que se estancó en mi cuerpo por tantos años; en algún punto dejé de buscar culpables y comencé a hacerme cargo de todo eso que no, claro que no merecía, que nadie merece, pero que sin duda ocurrió, que irremediablemente marcó mi vida y me hundió en un sucio abismo por tantísimos años.
El cambio sucedió tan gradualmente, que no sé identificar exactamente cuándo se concretó. No soy consciente de en qué momento dejé de temblar o llorar cuando un olor, un color o una figura me recuerdan a mi abusador; ni sé cuándo comencé a identificarme como una sobreviviente, ya no como una víctima. En pocas palabras, no tengo idea de en qué momento avancé tanto, en qué momento sané…. porque eso sucedió: Sané, ¿no? Lo que pasa es que no sé si de algo así una llega a sanar o simplemente aprende a convivir con la herida que siempre va a estar de alguna forma abierta, a veces incluso levemente infectada como al principio, pero jamás en el nivel de necrosis en el que se encontraba antes de ser tallada, cortada, fregada con todos los tipos de esponjas del mundo y lavada una y otra vez, sin descanso.
No sé si creo en el karma, en las balanzas, en el destino, en las recompensas, el equilibrio o en la buena suerte; pero estoy segura de que he sido muy privilegiada si comparo mi proceso con el de muchas otras sobrevivientes que no la tienen tan «fácil» (y esto no quiere decir que en realidad todo lo que he pasado haya sido fácil, ni significa que el dolor y el trabajo de nadie sea más o menos que el de otra persona); en realidad, lo único que quiero decir es que en algún punto tuve la fortuna de encontrar a una persona con la suficiente paciencia y el amor para ayudarme a convertir cualquier espacio en el que existamos juntos, en mi lugar seguro. David no tenía ninguna responsabilidad en mi proceso, pero aún así se quedó; trató de entenderme cuando ninguno de los dos comprendía nada; me acompañó; me cobijó y me ayudó a encontrar a esta persona que hoy soy y de la que me puedo sentir orgullosa. Sin David no sé si hubiese llegado a este punto de nombrarme sobreviviente, pero creo que lo más probable es que seguiría desconectada, disociada, formando únicamente conexiones dañinas a mi alrededor y siendo más tristeza que persona. Así que no, quizás no soñé -toda mi vida- con convertirme en mamá, pero tal vez sí desde que recuperé mi vida. Y es que aunque esta cortititita maternidad de tres meses que apenas me ha tocado vivir ha sido dura, (claro que sí, porque jamás voy a romantizar los síntomas tan espantosos que he tenido en este primer trimestre), también ha sido amorosa, acompañada y procurada; por él, por mi familia y por su familia.
Pero como decía al principio, una no deja de sentir esta marca que deja el abuso en nuestro cuerpo y en nuestra mente, por más que la trabaje… es por eso que, cuando vi por primera vez en mi vida la prueba de embarazo positiva a los tres segundos de ponerle mi pipí, entré en un shock total que duró más de una semana y estoy segura de que detonó algo en la historia de mi trauma que jamás se había tocado. A mí me abusaron cuando tenían alrededor de 7 u 8 años y con la educación sexual de mentiritas que tenía cuando sucedió el abuso, recuerdo creer que iba a quedar embarazada (no sabía que tendría que comenzar a menstruar para que eso sucediera) y ese miedo paralizante que sentí a esa edad, regresó a mí a mis 30 años, aún cuando mi cerebro racional sabe muy bien que estoy casada y que era algo que buscábamos… otra parte de este mismo órgano, la parte que se dañó en algún momento, me hizo creer que otra vez era esa niña indefensa que creía haber hecho algo muy malo y que la consecuencia de esto, sería un embarazo, del cual también debía sentirse culpable. La siguiente pesadilla (aunque más corta) fue durante mi primer eco, ese en donde no vimos más que un puntito porque el embrión aún era muy chiquitito. Lo que debió ser un momento emotivo y emocionante, en realidad también detonó el trauma, pues mientras David y mi mamá veían con todo el amor la pantalla, yo solo podía pensar en que ya no quería tener ese aparato adentro de mí.
Estoy segura de que no es lo mismo vivir un embarazo como sobreviviente de ASI, que vivirlo sin serlo, pero también creo que todo el dolor que me invadió en el pasado y que hoy he podido procesar, me ha servido para valorar los terribles síntomas del primer trimestre: me siento muy cansada, pero antes me sentía más cansada y no estaba creando vida; mi cuerpo está cambiando, pero antes esto era algo que me aterraba y que me hacía tener hábitos de alimentación nada saludables; lloro mucho, pero es hormonal, ya no es porque esté deprimida; me mareo, pero antes me mareaba porque no comía; me dan miedo muchas cosas que antes no, pero sé que voy a criar un humanito sano, amado, respetado y muy deseado con el amor de mi vida.
Así que no, quizás no soñé con ser mamá toda mi vida, pero sí soñé —sin saberlo— con sentirme viva, segura, amada. Y eso es lo que quiero enseñarle al bichito: que el amor también puede ser un lugar donde no duele crecer.