“Here’s to celebrating light where we find it and making light where we don’t”
-Hank Green
Alguna vez un libro me encontró en un trueque: era un pequeño ejemplar que estaba por deshacerse pero que pareció tener una fuerza magnética que casi puedo decir me obligó a quedarme con él. Quedé convencida de que aquello era obra del destino cuando me di cuenta de que se trataba de un libro de ensayos de Mario Benedetti. Aún ahora, siete años después, estoy segura de que teníamos que encontrarnos porque con él aprendí que el verdadero valiente no es el que siempre está lleno de coraje, sino el que se sobrepone a su legítimo miedo. Ahora bien, ¿a qué me refiero? O, bueno, ¿de qué hablaba Benedetti al afirmar esto?: Muy simple, el miedo es algo inevitable y espontáneo; pero no pasa lo mismo con la cobardía. Pues mientras que el miedo no pasa de ser un estado de ánimo, la cobardía es una decisión.
Hace unas semanas me pidieron escribir un ensayo y yo, abrumada por los meses de oscuridad, cortesía de mi salud mental, decidí hablar acerca de algo que me apasiona, me hace sentir feliz y como si fuera poco, me ayuda a sobrellevar mi enfermedad: el arte. Me llevé una gran sorpresa cuando cinco de los seis comentarios que recibí aquella tarde fueron: “te felicito por tu valentía por hablar del arte”. Bueno, eso y unas tantas anotaciones de “los académicos esto” “los académicos aquello”. Para ser honesta, terminé muy enojada. No solamente porque ni “los académicos” me topan a mí, ni yo los topo a ellos. No, mi enojo, mi furia, fue por haber sido calificada de valiente por hablar de un tema que para mí, trae luz.
Quizás hace dos años no me hubiera disgustado, incluso habría estado bien escuchar cómo me llamaban valiente. Pero sinceramente, después de todo el tormento que ha sido vivir con mi enfermedad mental; el dolor; el poder alzar la voz; el estigma que vino con eso; las terapias; los psiquiatras; el abuso, el trastorno de estrés postraumático, los ataques de pánico, ¡los intentos de suicidio! Con el corazón en la mano y de la manera más amable: Qué poca madre.
Pero a ver, primero lo primero:
En 2018 mi a mi papá le diagnosticaron insuficiencia renal crónica, lo cual significaba que sus riñones habían dejado de funcionar. Que su sangre se contaminaría y que si no hacíamos algo rápido, muy pronto yo tendría que aprender a vivir sin una de las personas que más amo en el mundo. Así que manos a la obra, en cuestión de meses pasamos de hacerle diálisis peritoneal tres veces al día a que su hermana le salvara la vida donándole un riñón. El cual, claro, tiene que cuidar con montones de pastillas y tratando de llevar una vida lo más saludable posible. Además de tener que hacerse exámenes de un montón de cosas cada cierto tiempo para saber si todo sigue en orden. Ese mismo año, mientras mi papá luchaba por su vida con el apoyo de toda la familia por una terrible y visible enfermedad; yo combatía mis propias batallas. Esas que durante años habían sido invisibles. Esas que yo creía formaban parte de mi personalidad cuando me obligaban a comerme mis panditas por orden de colores, a sufrir con cualquier interacción humana y un largo etcétera… hasta que se manifestó mi primer ataque de pánico y a partir de ese día, la armadura petrificada que me protegió tanto tiempo se rompió para dejar pasar al monstruo. Y entonces, claro: “Estás exagerando”, “Quieres llamar la atención”, ¿No te das cuenta de que tu papá SÍ está enfermo?” “Son puros inventos”.
Así descubrí que cuando estás luchando con una enfermedad mental, puede ser fácil creer que ella y tú son lo mismo, especialmente en los días en que la sientes adueñarse de tu ser entero. Y es que los problemas de salud mental no son una montaña que escalas o un obstáculo que saltas, es algo con lo que debes vivir de manera continua. Es estar no solamente rodeada por el sentimiento, sino también impregnada por él, casi de la misma forma en que mi abuela solía decir que dios estaba en todas partes. Es desear con todas nuestras fuerzas que la narrativa de la enfermedad esté en tiempo pasado, pero muchas veces no es así.
No me malinterpreten, agradezco a la medicina y a lo que sea que deba agradecer el a que mi papá no se lo haya llevado la IRC; pero también me duele saber de primera mano lo estigmatizada que está la salud mental. Pues mientras que en menos de un año avanzamos a pasos agigantados en su recuperación física, mi salud mental cada día se deterioraba más y más. Y absolutamente nadie se ofrecía a donarme un nuevo cerebro. Llegué al punto de estar segura de que el mañana ya no era una opción para mí, que algún día sería lo suficientemente valiente… ¿o cobarde? Para dejar de existir.
Lo curioso es que las dos veces que estuve realmente cerca de hacerlo, no lo hice conscientemente. Hay un libro que se llama “Las ventajas de ser invisible”; en él, su protagonista, Charlie, a través de una serie de cartas nos va contando de su vida y de cómo lidia con su salud mental a raíz de un proceso traumático de su infancia. En fin, Charlie, a veces sufre de “Blackouts”, o sea, periodos de tiempo cortos o largos en los que se olvida por completo de lo que pasó, ¿qué hizo?, ¿A dónde fue?, ¿Cómo llegó al lugar donde está? Pues eso me pasó la primera vez que el dolor dentro de mí era tan fuerte que, como una marioneta, comencé a tomarme uno a uno toda la caja de mis ansiolíticos. Pero no lo logré, me encontraron. Y sólo conseguí unas largas horas de sueño seguidas de críticas y de ser fuertemente juzgada, tachada de egoísta. Mientras que la segunda vez, hace más o menos un año, una madrugada de repente me encontré parada enfrente del refrigerador de las insulinas de mi papá llenando al tope una jeringa con la insulina de efecto rápido. Esa noche no sé qué me salvó. Pero recuerdo terminar botando todo y llorando en el piso de la cocina como si un carro hubiera estado a punto de atropellarme. Después de todo, fue algo así, ¿no? Un momento de vida o muerte.
A lo que me refiero es, ¿qué hubiera pasado si la salud mental no fuera tabú? Probablemente me hubieran llevado al psicólogo o con algún especialista a los 7 años cuando empecé a orinarme en la cama sin razón aparente, para descubrir que había sido víctima de abuso sexual. Tal vez con esa información no hubiera sido abusada nuevamente a mis 19 años. O quizás sí. Quizás ahora sabría lidiar mejor con mi Trastorno de Estrés Postraumático. Tal vez nunca hubieran hecho memes con mi cara burlándose por ser la “loca que se medica”. A lo mejor seguiría aferrándome al borde, tratando de no ser absorbida nuevamente, o tal vez hubiera escapado. Pero al menos ahora sé que, en el momento, las emociones y los pensamientos pueden consumirlo todo. Sin embargo, lo importante es recordar que van y vienen. Recordar que yo no soy mis pensamientos… aunque muy en el fondo no sé en qué exactamente me convierte eso.
En mis momentos más oscuros, me sentía como una carga para todos. Mis pensamientos no hacían más que dar vueltas y vueltas en mi cabeza, enredándose como estambres viejos. No podía pensar, no podía leer, no podía escribir. Aún asistiendo a terapia puntualmente cada semana y tomando los medicamentos que me recetó la psiquiatra, no podía creer que el problema era algo químico; creía con certeza que el problema era yo. Que yo no valía nada, no servía para nada, que nadie podía ayudarme y que ya no tenía esperanza. Me convertía en menos y menos persona cada día que pasaba.
Hasta que sucedió… Taylor Swift solía ser un nombre con poquísimo peso para mí hasta hace bastante poco, cuando me ayudó a salvar mi vida. Cuando acompañó cada una de mis lágrimas y me ayudó a desenredar poco a poco mi estambre cerebral al ritmo de This is me Trying. Y me devolvió una parte de mí con Clean. Me tomó de la mano para pasear por mis recuerdos más tormentosos y también por los más resplandecientes. Se convirtió en la culpable de que mis ganas de pintar, leer y escribir regresaran.
Luego de unos meses, pude volver a reconocerme como ser humano. Aunque mi recuperación ha sido (y sigue siendo) un verdadero sube y baja, mejoré. Probablemente mucho de ello es gracias a la terapia y la medicación, por supuesto, pero Taylor Swift también se lleva una gran parte del crédito. Porque ella me enseñó que puedes sentir que estás loco, pero aún así, eres humano, aún así eres valioso y aún así eres amado. Taylor me regaló esperanza, pero no la clase de esperanza que intentan venderte los libros de superación personal. Tampoco una esperanza fácil ni barata. Una esperanza real.
Todavía estoy en proceso de recuperación, aún hay días en los que el estambre se estira demasiado o se atora en el camino. Pero la esperanza nunca deja de sonar. A veces no lo hace necesariamente con Taylor Swift, especialmente ahora que salí del bloqueo. Por eso en ocasiones, ahora la esperanza parte de alguna portada azul, verde o naranja. O de un conjunto de letras en inglés o en español y acordes que se fusionan como slime en mi cabeza… Pero ahí está, siempre silbando a su manera. Sólo debo armarme de valor para aprender a escucharla.
Que valiente eres!!! Te amo mucho, me hiciste llorar y recordar muchas cosas!!!,
Te amo<3